jueves, 13 de noviembre de 2008

La soledad en la tercera edad

Ser uno mismo quiere decir, al mismo tiempo, no ser otro. Es distinguirse entre Yo y Tu. Por consiguiente, nunca hubiéramos llegado a ser nosotros mismo sin los demás.
Todo ello resulta obvio si pensamos que debemos nuestra existencia a nuestros progenitores, y por extensión, al conjunto de la sociedad. Nuestro mundo es de socios, mundo social, y en él estamos rodeados de las posibilidades y realidades que nos envuelven. Nuestra vida se hace impensable sin un entorno que la alimente y proporciona una razón de ser.
El sentido de nuestra vida, el placer y la satisfacción, dependen del hilo de nuestras relaciones con los demás. De ese ir y volver de los otros a nuestros deseos y de estos a los otros.
Claro está que el camino de ida y regreso, el constante intercambio con nuestro medio social, puede ser fácil y exitoso, o bien conflictivo y frustrante. Cuando las relaciones con los demás fallan, sólo tenemos el movimiento de retorno, de repliegue sobre nosotros mismos, y entonces, nuestro aislamiento es triste, doloroso e incluso torturante.
Cuando las relaciones sociales se rasgan, se trunca a la par la ilusión de vivir, inundando a la persona que no sale de sí misma, con una angustia que le corroe.
El sujeto que no se vierte al exterior, que no se manifiesta, guardándose su mundo íntimo, sus anhelos y preocupaciones para sí, acaba teniendo para los demás una semi-existencia: se le puede responder con amabilidad y cortesía, pero la relación con ella es hueca, evanescente, no deja huella ni conmociona. tampoco a la persona se sirven en una situación así, tales conversaciones superficiales ni los formalismos educados, tópicos y formales. Se siente vacío, nostálgico, y en su fuero interno experimenta tristeza. Incluso en ocasiones se pregunta a sí mismo si existe o es una marioneta sin la fuerza y la garra de las personas auténticas y verdaderas.
A medida que pasa el tiempo, la soledad se acentúa en forma de acritud y desaliento. El sujeto sólo habla lo imprescindible, si es que alguna vez cruza palabra con alguien al que no tiene otro remedio que hablar. Contra más reconcentrado en sí mismo y hostil al mundo se vuelve, más lacerante es la nostalgia de relaciones humanas cálidas, pero mayor la parálisis que le embarga para emprenderlas.
La mirada del solitario pasa de la hostilidad a un mundo que parece haberle abandonado a su suerte como una especie de castigo injusto por un delito que no se sabe cual es, hasta una mirada desolada que espera aún algún milagro. Estas últimas especies de llamadas de socorro no suelen surtir ningún efecto, o peor, provocan la reacción contraria a la ansiada.
El solitario emite, para los que le ven, una especie de tufo mortal que les hace sentir un religioso temor y recelo. Tal suspicacia del espectador al que se dirige en potencia el solitario con la mirada (a menudo está tan solo que no mira de frente, sino cuando sabe que no es observado, de reojo, o disimulado entre la multitud, u oculto) desespera al solitario más si cabe.
Desearía atraer a los otros, acercarlos, que se volcarán sobre él, y ve que los espanta con esa sobre-dosis de necesidad.
La gente no quiere hacerse cargo de sus dificultades y carencias, esperan que el solitario haga el esfuerzo de superarse y lugar por ser aceptado, "como hace todo el mundo".
Hay un profundo desacuerdo entre lo que el solitario pide con la mirada, y lo que los otros estarían dispuestos a hacer sólo si se cumplen los requisitos corrientes de reciprocidad de vínculos (en los que el que más quiere, por ejemplo, es el primero que tiene que pedir e insistir que se le dé un extra).
Desde la perspectiva del solitario lo que se le exige para ser aceptado y querido es abusivo, es una crueldad, y en ese sentimiento de injusticia basa su despecho, y centra allí el pretexto para no intentarlo. Pero a no tardar, la necesidad de compañía, de calor humano, le vuelve a girar el círculo donde está aprisionado.
Bajo el punto de vista de las personas integradas, la reciprocidad y la norma de que quien pide han de tomar la iniciativa, son intocables. El que se rige por tales pautas en su vida corriente, da y recibe en una proporción que le parece la justa (de lo contrario protesta y lucha hasta conseguir su equilibrio). Intuye que el solitario le va a pedir más de lo que le dará a cambio. Lo ve como un pozo sin fondo, que no va a saber contenerse y tenerle suficientemente en cuenta, y piensa algo así: primero que se modere, que se calme, y después todo lo que quiera. Está mal dispuesto a darle un crédito a fondo perdido.
La persona integrada, al pensar de esta manera, puede ser egoísta en exceso, pero también puede no serlo especialmente. Esto es, en lo que toca a su prójimo está dispuesto a dar, pero en lo que respecta a sí mismo quiere tratarse bien, tan bien como el solitario le gustaría que le tratasen, o mejor aún, de una manera equilibrada.
La persona necesitada puede pedir aquel tipo de cosas que quien quiere que se las dé está dispuesto a concedérselas respetándose a sí mismo, y no ayudar tanto que luego sea él mismo el necesitado.
El problema, aparte del egoísmo, suele consistir en que el que pide, más que pedir suele exigir, ordenar o presionar con alguna suerte de rencoroso chantaje, con lo cual ataca la versión de dignidad del posible donador, que para dar necesita sentirse libre, ser generoso a su aire. Las relaciones amistosas nunca podrán tratarse con la obligatoriedad que conllevan las comerciales.
Cuáles son las causas de esa discordia entre el sujeto y su mundo? Vamos a encontrarlas como resultados de sucesivos fracasos en los planes del sujeto. Puede ser que falle el plan mismo, los medios para lograrlo o las personas con las que contaba. Analicémoslo un poco:

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